El Descanso de Edward




Edward llegó al pueblo que le había visto nacer con un claro objetivo: vengarse de todos aquellos que en su juventud habían apedreado y matado a su madre acusándola de adulterio.

Cuando llegó, notó que se hallaba casi totalmente vació y abandonado y apestaba a algo nauseabundo. Un anciano de un pueblo vecino, que pasaba con un burro raquítico, le contó que hacía pocos años una epidemia había exterminado a casi toda la población.

Poco después, Edward llegó a la colina en donde habían enterrado a los pueblerinos en una enorme fosa común.
-¡Malditos!-gritó-, no me importa que hayáis muerto, no os merecéis paz ni reposo ni bajo el cobijo de la Muerte.

Semanas después regresó al pueblo. Subió a la colina y una vez allí sacó una pala y empezó a cavar un hoyo. En la proximidad, el anciano le observaba con curiosidad. Una vez terminado, tomó un saco y arrojó su contenido en el interior y seguidamente lo sepultó. Finalmente sacó una lápida y la clavo en la sepultura. Cuando terminó, recogió sus cosas y partió para nunca más regresar. Antes de salir del pueblo, el anciano le pregunto que había enterrado en la colina. Edward se limitó a colocarle en sus manos un puñado de semillas.

Pasaron los días y las estaciones.

Cinco años después, unos visitantes llegaban a las ruinas de la ciudad en la que ya no habitaba nadie y se sobrecogieron al encontrar en lo alto de la colina una enorme enredadera de ramas torcidas y secas con espinas, que lucia a modo de frutos, los huesos de los habitantes, brillantes y gastados por la erosión. Lentamente el nacimiento de la enredadera surgidas de aquellas semillas en el interior de la tumba de Edward, había arrancado de las entrañas de la fosa los restos de todos aquellos enterrados allí. Los visitantes se acercaron con curiosidad a una pequeña lápida y leyeron en ella:

“Aquí yace mi dolor que cobijará a aquellos que jamás tendrán descanso”